No hacía falta que Brasil organice un mundial para enterarnos de que es un país que posee gran diversidad y riqueza natural, que hay allí tantas ciudades hermosas que se complica al momento de elegir sólo una.
No era necesario ver los estadios colmados y las calles alborotadas para saber que Brasil es la sede mundial de la alegría, que su pueblo es festivo y la sonrisa es su bandera. No precisaba escucharlos cantar el himno a capella para conocer sus profundas raíces, su férreo sentimiento de nación y el amor que profesan a su tierra y a sus hermanos.
No tenía que ver a los turistas de todo el mundo reunidos en paz para saber que los brasileños son excelentes anfitriones, que contagian su alegría y su manera de ser fraternal y amigable. Ni tenía que ver a sus jugadores en la cancha para entender que los “brazucas” hacen todo con pasión, que son luchadores, buenos compañeros y solidarios incluso con un adversario.
No necesitaba ver a los periodistas transmitiendo desde paradisíacas playas o esplendorosas ciudades para saber que ese país es el lugar al que siempre quiero llegar y del cual nunca me quiero volver.
Realmente no hacía falta un mundial para descubrir lo fascinante que es Brasil y lo mucho que lo amo. No era necesario, pero lo agradezco infinitamente, para recordarlo y sentirme un poquito allá cada día, y, sobre todo, para regocijarme en la idea de saber que existe.