Hace unas semanas estuve de viaje por Bariloche. Fue la cuarta vez que visité esta ciudad. Cada oportunidad fue diferente y tuvo un encanto particular. Pronto les compartiré todo sobre mi última visita: fotos, tips, cosas para hacer y lugares donde comer rico. Pero hoy les traigo una crónica que escribí en mi viaje anterior, en el año 2006. Al revivir las sensaciones y los lugares, me acordé que había escrito este texto y decidí compartir esa experiencia con ustedes. Espero que les guste!
Paisajes de ensueño para vivir despierto
Por fin volví a encontrarme con ese paisaje, después de varios años… tan pronto como llegué a la ciudad fui al lago, me descalcé y sentí el agua helada en mis pies, comencé a jugar con las piedras, y me senté a contemplar el horizonte recortado abrupta y caprichosamente por inmensas montañas que se abrigaban con el sol de la tarde. La brisa fresca llegaba a mi rostro como una bendición, mientras las pequeñas olas murmuraban entre el silencio.
Corría el mes de marzo, y en San Carlos de Bariloche las primeras nevadas habían dejado rastros en los picos más altos de la Cordillera. Decidí caminar por la calle Mitre y me dejé tentar por el intenso y dulce aroma a chocolate que invitaba desde una confitería. Era cálida y acogedora, construida en madera, como la mayoría de los sitios allí. El sabor y el aroma inconfundible del chocolate, no dejaban lugar a la posibilidad de que eso fuera un sueño, paradójicamente, después de tanto soñarlo, había vuelto a Bariloche.
Al día siguiente viajé a El Bolsón. El recorrido fue inolvidable: el micro bordeaba lagos escoltado por la imponente Cordillera de los Andes cubierta de bosque húmedo, verde, vivo. Pasamos por los lagos Mascardi, Gutiérrez y Guillelmo, únicos e inconfundibles, cada uno aportaba un color y un reflejo totalmente particular, por momentos azulado, verdoso, celeste, turquesa… ricos en minerales, testigos de eras anteriores, glaciares que se fundieron en espejos, para que el cielo y el bosque se unieran en ellos.
La vegetación era espesa y diversa, compuesta por arrayanes, coihues, raulíes, lengas, entre otras especies. El bosque se dibujaba en las laderas, ofreciendo distintos matices de verde. El aire era fresco, puro, liviano, algo a lo que los habitantes de las grandes ciudades, en general, no estamos muy acostumbrados. Los arroyos y ríos se cruzaban en el camino inundado por el sol. La sensación de bienestar era total.
La ruta se presentaba como una pintura en movimiento, el espacio era inmenso, armonioso y profundo, los cerros se mostraban y se ocultaban continuamente… Al llegar a El Bolsón, sentí paz: es un pueblo pequeño, asentado en un valle fértil al pie del Cerro Piltriquitrón, una inmensa pared de roca, una suerte de guardián que protege al pueblo de los fuertes vientos provenientes del Pacífico, y permite que en esas tierras puedan crecer frutas finas deliciosas, como cassis, frambuesa, boysenberry, zarzamora, de color intenso y sabor fresco. Allí no hay contaminación, ni smog, ni bocinazos, ni embotellamientos de tránsito. Muy por el contrario, el aire es puro, el cielo es claro y límpido, el sonido del ambiente es un murmullo muy parecido al silencio.
El principal punto de referencia de El Bolsón es su plaza. Es un parque grande, prolijo y muy verde, donde se extiende una vistosa feria artesanal. Allí compré todo tipo de recuerdos: botones de madera de ciprés, jabones de rosa mosqueta, cerveza artesanal, e incluso probé frutillas y frambuesas.
Un poco después, seguí recorriendo el camino hasta llegar a Lago Puelo, donde mi fascinación fue total: entre un camino montañoso cubierto de verde, se abrió una playa, y un lago de color turquesa. Pero no hablo metafóricamente: el color del agua era realmente turquesa, de una hermosura tal que jamás hubiera imaginado. Al fondo se veían las puntas nevadas del Cerro Tres Picos; a mis pies se abrían caminos de Arrayanes, los frutos del bosque crecían por todas partes… Deseé que ese instante fuera eterno, la belleza de la naturaleza se manifestaba de manera plena. Pero la tarde empezó a caer y debí emprender el regreso, entonces me juré nunca olvidar ese momento, para protegerlo del inexorable avance del tiempo.
Todavía quedaban muchos lugares por recorrer. Uno de estos paseos fue el Tronador, un volcán cubierto de glaciar, es decir, una maravilla única, digna de conocerse y admirarse. El viaje comenzó temprano en una mañana nublada que fue despejándose paulatinamente. La ruta bordeaba el Lago Mascardi casi en su totalidad y permitía apreciar sus diferentes matices y sus caprichos geográficos, como por ejemplo la Isla Corazón, que es una pequeña porción de tierra que emerge en el lago, cubierta enteramente por bosque, cuya forma es causa de su nombre.
Luego, el paisaje presentaba cumbres cada vez más altas y menos cubiertas de vegetación, hasta llegar a Pampa Linda, un valle húmedo, muy verde, donde encontré un restaurant, algunos asentamientos de la Gendarmería, y la vista más imponente del Tronador, que se extiende soberano.
El frío me envolvía, pero mi vista se regocijaba frente a tanta inmensidad. Altas paredes de hielo celestes cubrían el volcán y lo vestían con majestuosidad. Y cada tanto una porción se rompía estrepitosamente, como un trueno. De los rincones del glaciar se desprendían graciosas cascadas, de agua pura y cristalina que recorrían las laderas por senderos sinuosos. Un poco más adelante, visité el Ventisquero Negro, un glaciar que -como casi todos en este momento- se halla en retroceso, y cuya particularidad radica en su color negro. Son paredes de barro heladas, formadas por siglos de aludes que arrastraron los sedimentos desde lo más alto de la montaña. Desde allí el rugir del Tronador era más potente. Ante todo esto me sentí pequeña, pero enormemente afortunada.
Otro paseo increíblemente memorable fue la excursión a Puerto Blest: era una mañana lluviosa y salí en un catamarán desde Puerto Pañuelo. El contingente estaba compuesto por turistas de nuestro país, pero también numerosos visitantes del exterior: alemanes, brasileños, ingleses, norteamericanos, franceses, que no dejaban de manifestar su admiración por los paisajes que apreciaban. Un guía explicaba, en varios idiomas, la historia del lugar y de sus primeros pobladores. Mientras, la embarcación navegaba por el brazo más importante de los siete con los que cuenta el Lago Nahuel Huapi: el brazo Blest era un profundo canal de agua helada y azul, hundido entre colinas cubiertas de bosque húmedo cuyas cimas se encontraban entonces ocultas tras las nubes de lluvia.
A poco de comenzar a navegar, pasamos por el monumento que da homenaje a Francisco Pascasio Moreno, perito en límites, gracias a quien la Patagonia pertenece a la República Argentina. A él también le debemos la creación del Parque Nacional Nahuel Huapi, primer Parque Nacional argentino. Me emocionó en este viaje, el cariño y el respeto que profesan por él los habitantes de la zona. Es grato ver el reconocimiento hacia alguien que le dio tanto a nuestro país.
El monumento es sencillo: a orillas del lago se encuentra la tumba de Francisco Moreno, y la Bandera Argentina flamea rindiéndole tributo. Al pasar por allí la embarcación se detiene y hace sonar tres veces la sirena en señal de homenaje, en ese mismo instante toda la tripulación del barco estalla en un aplauso tan emocionante que eriza la piel.
Puerto Blest me sorprendió particularmente por el color esmeralda que toma el agua del Lago Nahuel Huapi allí. Había un solo lugar para comer y hospedarse: un hotel que nació como punto de descanso de las primeras expediciones que se hicieron a Chile. Conseguí una mesa junto a la ventana y almorcé mirando el lago, las montañas, y la lluvia que lo cubría todo.
Cuando creía haber visto toda la gama de colores acuíferos del país, comprendí que los matices de la naturaleza son infinitos: a muy pocos kilómetros de allí, conocí el Lago Frías, con una pigmentación totalmente diferente: tan verde como los bosques de alerces que lo circundaban. Luego de navegar durante media hora llegamos a Puerto Frías donde lo único que hay es un pequeño quiosco, en el que pudimos tomar un reconfortante chocolate caliente.
Además en Puerto Blest visité la Cascada de los Cántaros: el camino es arduo, ya que está formado por setecientos escalones, pero magnífico, porque es una pasarela de madera que está en medio de la selva valdiviana, rodeada de alerces que cuentan en su corteza siglos de vida. La lluvia acompañaba permanentemente, pero casi no tocaba el suelo, ya que la retenían las copas de los árboles, que parecían acariciar el cielo. A poco de comenzar a andar se escucha a lo lejos el susurro del agua que corre entre las piedras. Cada tanto se aparece en el camino, caprichosa, sinuosa, llena de esplendor. Luego se oculta tras los árboles. Al final de los escalones, el cuadro es encantador: rodeado de montañas de piedra blanca, se extiende el lago del cual se desprende la cascada.
La semana que pasé en Bariloche fue tan bella, que el tiempo, para mí, cobró otras dimensiones: por un lado fue fugaz porque los días pasaron velozmente; pero por otro lado será eterno, porque los recuerdos quedarán para siempre en mi memoria, los paisajes están a fuego grabados en mi retina y el agua helada del Nahuel Huapi una y otra vez llega a mis pies…
Gracias por acompañarme!
6 respuestas a “Crónica de mi viaje a Bariloche”
Que hermoso relato Puliii! Me encantó! 😍😍😍
Muchas gracias Portu! Me alegra mucho que te haya gustado! ❤️😘
[…] esos lugares a los que nunca me canso de volver, porque es inagotable. Estuve allí en 1993, 1998, 2006, 2018 y 2019. Cada viaje fue diferente al otro, cada uno maravilloso e inolvidable a la vez. Eso es […]
[…] Artículos relacionados: – Mi inolvidable estadía en el hotel Llao Llao, en San Carlos de Bariloche – Guía de viaje a Bariloche: paseos y excursiones, turismo aventura, hospedaje, gastronomía y más! – Mi estadía en el Boutique Hotel y Spa Bosque del Nahuel, en San Carlos de Bariloche – Conociendo la Cerveceria Patagonia en Bariloche – Crónica de mi viaje a Bariloche […]
[…] Crónica de mi viaje a Bariloche […]
[…] Crónica de mi viaje a Bariloche […]