Yo no nací en Miramar, pero me siento miramarense. Quizás sea porque tuve el privilegio de viajar a esta ciudad de la Costa Atlántica tantas veces que ya perdí la cuenta. Mis papás me llevaron por primera vez cuando tenía un año y desde allí acumulé 32 más, llenos de de paseos en bicicleta, caminatas por la costanera, helados en el Caballo Loco, video juegos en Pibelandia, tardes en el vivero, compritas en la “feria hippie” e infinitas recorridas por la peatonal.

Y aunque estuve allí tantas veces

y tanto tiempo, debo admitir que cuando no estoy la extraño. Extraño el muelle y su vista maravillosa de la ciudad. Extraño el mar, siento profundamente su falta. Extraño el aroma del mar y el perfume de eucaliptos del vivero. Extraño también los sonidos: el arrullo de las olas, el barullo del viento, el murmullo incesante de los visitantes en las playas, y las melodías de los artistas locales cada noche. Aunque resulte raro y parezca exagerada, también confieso que extraño la quinta donde compraba verduras y frutas frescas y ricas de verdad. Extraño la Iglesia de San Andrés y la gruta de la Virgen de Lourdes que tanta paz me dan.

Aquí en Buenos Aires todo es diferente. Pero cuando el viento sopla fresco y fuerte, cierro los ojos y me imagino que estoy allá. Pienso en las mañanas de sol y bruma, en esas tardes donde las nubes amenazan con estropear la playa, pero no hay nada que una merienda con mate y facturas no pueda resolver. El recuerdo es el refugio al que acudo siempre para volver a sus playas, para recorrer incansablemente sus calles, soñando con el momento en que vuelva allí de verdad. Pero me consuela saber que entre nosotros hay amor eterno, y entonces no importa donde yo me encuentre porque mi ciudad siempre está conmigo, y a su vez, una parte de mí siempre está en mi ciudad.